Las juventudes de Pedro


…La única forma de mantenerse joven es madurar; la única forma de que el niño se haga hombre es aprendiendo a dominar sus emociones; como quien doma un toro.  


Pedro había llegado a su cumpleaños cuarenta dichoso de su apariencia juvenil.

 -¿Cuarenta? No te creo. Pero si pareces en los veintes.

Así andaba por ahí. Además lo ostentaba en charlas y como exitoso escritor de libros como: “Manténgase joven”.
Así andaba por ahí. Dichoso de su eterna juventud. Dejaba su casa y se despedía con un guiño aprobatorio a un espejo que dominaba la pared completa del porche. Su eterna infancia se hacía presente en sus imposiciones a los editores y a las hordas de subditos que le veneraban. Su eterna infancia se hacía presente en los más mínimos asuntos que enfrentaba. Hacía pataleta con la familia, con los amigos, con la novia de turno que lo soportaba hasta notar que aquel interesante cuarentón, realmente era un tipo estancado en la infancia.
En medio de alguno de sus grandes dramas, inmerso en uno de sus vasos de agua en tormenta, llegó un nuevo corrector a a la editorial que le publicaba a Pedro.  Su nombre era Juan. “Es un viejo”, pensó Pedro viéndole con menosprecio.
Por asuntos de corrección, cada día Pedro tuvo que ver más a Juan. A Juan le habían asignado la tarea de corregir la pésima ortografía y estilo del exitoso Pedro. Y lo hacía con tal calidad y destreza que los libros parecían consumirse con más apetito en las librerías.
Se admiraba Pedro de la destreza en el conocimiento de las palabras de aquel hombre, callado y sencillo, aires que contrastaban con la jovialidad de aquel joven cuarentón.
-Eres como mi padre. –Le decía Pedro a Juan, que no hacía mayor caso.
Como aquel Juan no celebraba sus ocurrencias, cosa que usualmente sucedía en masa, Pedro empezó a verlo como una amenaza. Se está apropiando de mis fantásticas ideas expresadas en mis libros. Se decía en permanentes dialogos con su mente. Estoy generando una dependencia con su estilo, qué van a decir, etcétera.
Preso de sus emociones, el joven cuarentón exigió el inmediato despido ¡de aquel bárbaro usurpador! Y su capricho fue orden.
Andaba por ahí justificándose a si mismo su sabia decision, manejando su convertible rumbo a casa, cuando pasó la vista por el espejo retrovisor y se encontró con sus ojos consumidos en las cuencas de una calavera casi expuesta, apenas cubierta con resagos de piel envejecida. Tuvo que detener el vehículo al sentir como se desvanecía su aliento. En pánico perdió la fuerza de sus piernas. La columna vertebral envió retorcijones como terremotos en su espalda. La dificultad de su respiración incrementaba al tiempo que el ritmo cardiaco tronaba.

Como pudo puso en marcha el vehículo en dirección a su casa. Como pudo caminó lento al antejardín para aterrarse ante la presencia de aquella casona atrapada por la hierba que había crecido e irrumpido. Raidas las paredes, chillones los maderos de la fachada que en cualquier momento se vendrían al piso.
Lento llegó al portal principal que dominaba un espejo. Ahí se dejó caer, primero de rodillas; y ahí, haciendo arco lento, doblegose al piso ante la ausencia absoluta de fuerza, mientras en el espejo se dibujaba la escena de un anciano desnutrido atrapado en fatal agonía.

NC
Jersey, mayo 2011

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