MUJERES

Por Oscar Domínguez G.

Hace cincuenta años, cuando se convirtió en sospechosa realidad el voto femenino, las mujeres empezaron a tener candidato “propio”: el mismo de su marido. Como el hombre levantaba pa’ la yuca, además de imponer candidato, se reservaba el derecho a la infidelidad. En casa se hacía todo lo que ellas obedecían.

Cuando estrenaron la zapatilla de cristal de la democracia llamada voto, ellas tenían que juntar lo que ignoraban en materia sexual con lo que sospechaban los maridos para poder fabricar muchachos. El goce pagano del sexo estaba terminantemente prohibido para toda católica. Como apenas estaba llegando el preservativo llamado televisor, cumplían a cabalidad el mandato bíblico de crecer y multiplicarse.


Las lágrimas corrían por cuenta de Lejos del nido o El Derecho de Nacer del cubanísimo Félix B. Cagnet, una especie de Corín Tellado de carramplones.


Junto con los complejos de Edipo o Electra, en aquellos hogares donde se podía estudiar, la prole asumía el oficio que imponían papá y mamá que querían en casa cura, médico o abogado, como premio seco.


Entonces, como hoy, las muchachas del servicio suspiraban por el policía de la esquina que tenía que garantizar la “seguridad democrática” y rendir para toda la cuadra. El médico familiar era tan efectivo que con solo verlo, se aliviaba la gente.


La pomada Peña y la Crema S de Ponds hacían las veces de cirujanos plásticos. Con la música de la máquina Singer, las mamás eran las Silvias Techerrasi que cosían para ellas y toda la culecada. Las madres venían con un chip especial que las habilitaba para rediseñar la ropa de los de arriba para los de abajo en edad.


Ellas sufrían otra dictadura, la de lavar a mano los pañales porque ni soñar con desechables. En sus ratos de “ocio” ayudaban a los bajitos a fabricar sus propios juguetes. La pisingaña, que tenía en las manos y las cosquillas su materia prima, estaba en pleno furor. Internet apenas salía de las señales de humo.


La gente era honrada por inercia. Nacían así y así se quedaba de por vida. A nadie se le ocurría hacer alarde de su integridad. Eso se daba silvestre. Celebrar un cumpleaños se equiparaba a perder miserablemente el tiempo.

Entonces, como hoy, eran el mejor invento... después del sueño que nos permite soñar con ellas.


La parroquia colombiana se guiaba hace cincuenta años por los dictados de tres libros importados: El catecismo del padre Astete, La Alegría de Leer, del vallecaucano Evangelista Quintana, la urbanidad de un señor jartísmo, y Manuel Antonio Carreño, paisano del presidente Hugo “El Chamo” Chávez. Cuando perdieron vigencia estos libros empezó a joderse el país.


El varón no domado tenía acceso a toda la educación. Las damas debían darse por bien servidas si aprendían a juntar vocales y consonantes. Las novias atendían a sus escuálidos romeos a través de la ventana. Si el tipo se manejaba bien y dejaba oir un rumor lejano de epístola, el sujeto se ganaba el derecho a entrar. Pero nada de agarrar la mano. Mucho menos un beso que podría convertirse en bebé, según las ingenuas lenguas triperinas.

Ellas nacían liberales o conservadoras, católicas o católicas. Las feministas no aparecían ni en el pasa de los periódicos ni del diccionario. No existían. A las mujeres que empezaban a votar solo se les permitía ser infieles con el Pierloja, el cigarrillo de moda.


Eran de rosario diario, misa dominical y primeros viernes. El Corazón de Jesús mangoneaba desde su sancta sanctorum en la pared de la sala.


Las mamás tenían una multinacional dentro de la boca: era la saliva con la que curaban los males de sus retoños. Los demás achaques los curaban con Mejoral (“mejor, mejora, Mejoral), alcohol o Mentolín. No perdonaban el aceite de hígado de bacalao que nos amargó la infancia a más de uno. Algo ha cambiado, cincuenta años después. Ahora se hace lo que nosotros les obedecemos a ellas. Estamos cambiando para bien.

No comments: