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Les decían los "plomeros" pero nunca trabajaron con tubería. Ni eran hábiles con los alicates y otras herramientas.
Eran toderos, pero no de los que se contrata para destapar un desagüe en un baño o una cocina en un hogar. Trabajaban para el inquilino de otra casa -blanca en este caso particular-, y su objetivo era menos convencional: sellar filtraciones, no de agua, sino de información.
Su cliente era nada menos que Richard Nixon, presidente de Estados Unidos, que estaba más energúmeno que un ama de casa con goteras en el techo de la alcoba.
Eran los meses finales de 1971, la administración Nixon aún no se recuperaba de la filtración a The New York Times de los llamados 'Papeles del Pentágono', miles de documentos que demostraban que el gobierno estadounidense le había mentido a su pueblo sobre la guerra de Vietnam.
Nixon pensó que estos 'plomeros' podrían evitar que futura información confidencial y secreta se leyera al día siguiente en los medios. Le salió el tiro por la culata: esos hombres serían luego detenidos por haber irrumpido ilegalmente en las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate, que sería el comienzo del escándalo del mismo nombre.
Lo que Nixon buscaba no es nuevo: los gobernantes siempre han querido determinar el qué y el cuándo una información debe ser conocida por la opinión pública. Pocos hoy cuestionan la decisión del New York Times de haber divulgado el contenido de los documentos sobre Vietnam. Ni la de Daniel Ellsberg - el hombre que los entregó al diario- de filtrarlos. Pero en ese momento, hubo una gran discusión sobre qué prima más: el derecho público a la información o la defensa de la seguridad nacional.
Ese debate se trasladó esta semana a Colombia con dos hechos aislados pero con un lazo conductor: la filtración de información reservada y oficial. El lunes 17 de marzo, El Tiempo publicó una foto del comandante de las Farc, Raúl Reyes, con un señor que identificó como Gustavo Larrea, el ministro ecuatoriano de Seguridad Interna y Externa. Según explicó luego el diario, una fuente de la Policía Nacional le había facilitado la imagen, del computador de Reyes, encontrado después del ataque a su campamento.
El martes otra entidad del Estado también tembló por una filtración. Fue tan grave el incidente, que toda la cúpula de la Fiscalía y los 11 delegados ante la Corte Suprema pusieron sus renuncias sobre la mesa. La razón: información reservada de una investigación preliminar que adelanta la Fiscalía contra el gobernador de Antioquia, Luis Alfredo Ramos, estaba en la calle. Dada la sensibilidad de los procesos de la para-política, el fiscal general, Mario Iguarán, consideró necesario llamarles la atención a sus subalternos sobre la importancia de la confidencialidad, en una reunión por la tarde. Según conoció SEMANA, allí se ventiló el malestar de varios fiscales con una de sus colegas: Martha Luz Hurtado. El miércoles el Fiscal sólo le aceptó la renuncia a Hurtado, quien manejaba importantes procesos como los del ex senador Álvaro Araújo Castro y el ex gobernador Pablo Ardila.
Como es usual en estos casos y en honor a la lamentable tradición humana de "al caído, caerle", han arreciado más las críticas a los participantes -El Tiempo, la Policía Nacional, la fiscal Hurtado-, que un examen pausado de las lecciones que dejan ambos incidentes. Lo que le pasó a El Tiempo le pudo haber sucedido a cualquier medio, incluida esta revista. La fuente que la entregó era de confianza, el hombre de la foto tenía un gran parecido a Larrea y de alguna manera no era una primicia: el mismo ministro ecuatoriano había reconocido públicamente haberse reunido con Reyes. Lo novedoso era que el lugar donde aparecían los protagonistas era un campamento de las Farc. Larrea nunca ha explicado dónde ocurrieron sus encuentros con Reyes.
Los periodistas sobreviven por las fuentes y las filtraciones, aquí y en Cafarnaún. Sin ellos, no sería posible una prensa libre. Sin ellos, nunca se habrian conocido los escándalos de la para-política, la infiltración en el DAS, los abusos a algunos soldados y las interceptaciones telefónicas, etcétera, etcétera. El reto periodístico, sin embargo, es entender que las fuentes siempre tienen intereses. Algunos lo hacen por el bien de una institución -para denunciar casos de corrupción, por ejemplo-; otros, por
imagen - para que la opinión pública se entere de sus éxitos- o por lograr un fin táctico o estratégico -como generar zozobra entre x o y grupo de delincuentes-. También hay aquellos que lo pueden hacer por razones mezquinas -como venganzas personales contra un colega u otra institución-.
Incluso muchas veces las filtraciones no vienen de los de abajo sino de los mismos jefes, quienes buscan influir en la opinión pública, pero comprenden que es mayor la credibilidad de la información si proviene -aparentemente- de una fuente reservada. Es un juego que en Estados Unidos ya es un arte. Dicen que allí el pionero fue Michael Deaver, asesor de comunicaciones de Ronald Reagan a principios de los 80. Fue él quien persuadió a los medios de tener corresponsales permanentes en la Casa Blanca y así garantizar que la actividad del Presidente fuera reportada a diario y, de esta manera, controlar la agenda pública.
Es lo mismo que busca el gobierno de Uribe -como todos sus antecesores-, que los temas de que se hablan sean los que favorecen sus intereses y su versión de la verdad. Igual aspira la Fiscalía. El único dique a ese propósito en una sociedad democrática como la colombiana es el acceso periodístico a las fuentes y sus filtraciones. Estas pueden ser buenas o malas, legítimas o falsas - como la foto-, pero son necesarias. Lo importante es evitar, como lo dijo dijo el codirector de El Tiempo Enrique Santos Calderón, a Caracol, "que le metan a uno los dedos en la boca".
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