Cartas a Salvador - Inicio


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El comienzo
Conocí a tu madre en la redacción del periódico El Tiempo. Éramos periodistas. Ella de la sección Cundinamarca, y yo de la judicial.
“La Paisita” le decían a tu vieja. Yo no era más que otro que transitaría por aquel espacio y aquel “tiempo”.
Tu vieja era siempre muy impetuosa. Nuestra primera cita casi fue un viaje a la isla de San Andrés. Nos juntaba la salsa, la rebeldía, un inconformismo a todo.

Era 1993 ó 1994. Estábamos muy jóvenes. A esa edad y con toda mi historia anterior tenía mucha carga psicológica, mucho lastre. Mucha mierda.
La relación con tu madre fue muy obsesiva y enfermiza. Fui mentiroso, infiel, celoso y canalla.
En 1997 viajamos a Londres a vivir el reto de vivir. Así de simple.

Tu madre me enseñó muchísimo de mi mismo. De la ira que llevaba dentro. Quien te rodea es un reflejo tuyo. La persona que te acompaña es un espejo tuyo. Por eso el ser humano tiene varias parejas a lo largo de su vida, muchos amigos, porque va cambiando, transformándose. Está alerta cuando repitas la misma historia con una y otra mujer. Entonces te estarás repitiendo, estarás estancado. Será ese el momento de dejar de culparlas a ellas y asumir la responsabilidad de encararte, de empezar a conocerte.

A lo mejor seas diferente e indiferente a todo lo anterior. Quién sabe.
A mi me tocó repetir la que había heredado de mi infancia, como a tanto ser le toca.
Mi padre fue un hombre demasiado egoísta. Un clásico machista, maltratador. Cuando bebía, casi todos los días, nos maltrataba. Golpeaba a mi madre.
Crecí temiéndole. Nunca me sentí amado por él hasta que rompí cierto ciclo del que ya escribiré, sino es que ya quedó por ahí en alguna Cabala. Lo cierto es que aprendí a perdonar, y a amar al viejo. Que me perdone por revelar sus malos pasos, él no tuvo la culpa, él vivió lo que le tocó. No fue nada tan terrible, de sus pasos comenzamos vos y yo.
Mi madre era muy religiosa y temerosa. Aunque también estaba llena de energía y rebeldía. Ella salía en las fotos borrosas de su juventud alejada varios metros del resto de su familia porque no le gustaba lo que veía. A ella le debo no solo la vida sino esa energía sana y ese amor que me ayudó a superar la infancia.
Para nuestra generación y para otras antes esa etapa es esencial. Ya oirás hablar del tema. Ya veremos cuál es tu parte.

Tú y yo no hemos vivido juntos por más de seis meses.
Viajé de Londres a Medellín como un loco, después de semanas de debatirme entre quedarme a vivir el sueño del mundo o ir a acompañarte cuando vieras esta dimensión, la vida.
Con esa decisión empecé a cambiar como hombre. Empecé a seguir las señales de la vida. A interpretarlas, a descubrirme, a encararme, a hacerme hombre. A madurar.
Todavía sigo aprendiendo. No ha de haber fin en este proceso, eso me alegra. Aprender es el gran asunto de vivir.
Llegué a Medellín una semana después de tu nacimiento porque me tomé el atrevimiento de llamar a Olga y avisarle que iría al parto. Esa misma noche te dio a luz y mi vuelo salía el siguiente fin de semana.
En Medellín me asomé como un criminal, escondiéndome para verte. Viéndote desde lejos.
Todavía, tras estos años, te veo de lejos. Nos vemos una vez al mes, a veces pasan tres meses.
Y siempre cerca. Te seguí en Medellín. Después, tratando con tu madre el último intento de estar juntos como pareja, nos lanzamos a la aventura que ha sido Nueva York, año 2000. Yo te fui a recoger a Miami ese año para traerte conmigo.
En Nueva York duramos menos de seis meses juntos, los tres. La vida nos separó porque yo tenía que crecer, y tú tenías que crecer en un ambiente sano.
Ahí aparece ese hombre a quien prodigo respeto y admiración, Chris, a quien tu llamas padre. Y quien se lo ganó amándote.
El resto de la historia la recordarás. La has de estar viviendo al son que lees esta carta.

NC
Uno de esos días, Nueva York

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