Una calle al este donde muere Canal Street. Le compro una enorme ciruela a una china que me cobra setenta y cinco centavos. A ver si con esa frescura enfrento el calor de ese jueves 31 de julio.
Con las direcciones de Google me pierdo en el camino hacia el East River Park, donde esa noche toca Willie Colón, gratis.
Nunca había estado en el tal parque. Y al parecer las seis personas a las que indiscriminadamente pregunto tampoco.
Pura zona de proyectos, edificios pobres, de gente de mirada resentida. De jóvenes negros con su estilo hip-hop y su mirada de rabia. De jóvenes niuyoricans con estilo hip-hop y mirada de rabia. Tan iguales y hay un cierto odio entre unos y otros.
Se ven filas de niños que salen de la escuela pública; en cadena, todos de la mano. “Súbete ahí niño. No hagas eso”, reclama una profe que los ordena, parece profe.
De una camioneta gigante, de esas deportivas engallada con rines de lujo, vidrios oscuros y quién sabe qué mas gallos, se bajan dos hip-hop con aspecto maleante. Miran sin ver, con clara amenaza de “who the hell”; paso que no es conmigo y la jungla empieza a cerrarse, este lado de Manhattan parece bastante caliente.
Camino hasta ver el FDR, la superautopista del lado este de Manhattan, y sigo paralelo a tal velocidad.
Un desconocido me empieza a hablar y a perseguir. “Wha’?” “Wha’?”
Es el Danny Marino, un hijo de puertorriqueños que también está buscando el parque donde se va a presentar Willie Colón.
Lo recibo gustoso en el camino y seguimos los dos a paso de historias de salsa, de que el papá del Danny conoció a Héctor Lavoe; que Danny es uno de esos pocos sobrevivientes seguidores ciegos de la salsa en New York. Me cuenta que trabaja en factoría, horario extremo, “you know, you have to work hard in this life man”.
El Danny no habla español a pesar de sus orígenes, aunque canta salsa.
Una ciclista rubia para a decirnos que escuchó música por allá. Y vamos hacia allá.
Allí coincidimos Gloria, Alejo y Maickel que aprovecha la sabrosura de un buen DJ para bailar como trompo.
Una hora y media después de lo esperado, ocho y cuarenta pe eme sería, aparece el Willie.
Está gordo Willie. Pero sigue con su carisma. Está feliz de ver tanta gente junta. Lo saludan sus comadres y compadres. Le hablan de personajes que seguramente Willie conoció. Y cuando puede el Willie hace que la orquesta descargue.
El parque, que tímidamente lucía vacío todavía a las ocho, ya no tiene cabida para un alma más. ¿Serían qué? ¿Cinco, diez mil personas?
-Qué bueno ver tanta gente. ¿Cómo se enteraron? Y pensaban que no iba a venir nadie. -Dijo Willie. Y luego que: -Mira que con tanta gente y este es el único concierto que toco en un año en New York.
Y gratis, por eso recomienda al público que si les preguntan digan que pagaron, para que le suene bien a la prensa... Y se ríe...
Cuenta que en los años setenta tenía que ir mucho al Lower East Side de Manhattan… “Héctor (Lavoe) jangueaba en Loisaida y yo tenía que venir a buscarlo por todo Loisaida…”
Se lanza un mosaico en homenaje a su pana Héctor y la gente loca.
Más adelante presenta una canción dizque nueva, que Amor de Internet. Pide casi excusas porque son cosas de la comercialización, y hay un tipo ahí que tiene cara de productor y que lo mira como marcando tarjeta. Canción fea esa nueva. Claro, con reggaeton incluido.
Vacila de nuevo Willie y dice que visiten su sitio en internet. Se burla de los compromisos comerciales y lee un papelito que le pasaron anunciando que en su web site hasta camisetas de Willie pueden comprar, y vasos… Y se ríe el viejo Willie.
Y vuelve a la música.
Y enciende ese parque.
A mí que nunca me gustó esa canción Idilio, y Willie la aprovecha para lanzar una descarga fascinante de trombones.
La orquesta le responde. Para destacar el venezolano Luisito Quintero en el timbal; y Freddy Colón y Luis Bonilla en trombones.
Y se fue Willie. Dejando en aquel rincón mínimo de la ciudad, el mínimo aroma de una música y una gente que treinta años atrás reinaban en New York.
NC
Agosto 2008
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