Memorias de burdeles - Capítulo 6

Emboscada

A Roberto Vico y a ella por su sabiduría


Texto y foto: Néstor Cristancho


La emboscada me ocurrió en plena avenida Roosevelt, en Queens.

Las dos putas estaban agazapadas un par de calles al norte de la licorera de la Calle 76.

Serían las seis y algo de la tarde. Estaba recién bañado, afeitado y listo para ir a recoger a mi novia en el JFK Airport, muelle Delta, vuelo proveniente de Colombia. Ella venía para casarnos.

Tal vez serían las seis y treinta. Estaba muy bien de tiempo. Así que caminé por la suciedad de la Avenida Roosevelt a ver si conseguía unas flores, chocolates, algún detalle para recibir a mi futura primera esposa.

Había decidido pedir asilo político casi un año después de venir a Nueva York. A ella la cubriría el asilo una vez nos casáramos.

Divisé a las dos mujeres desde esquina distante. Las divisé sospechosas, las divisé busconas. ¿Dos gringas blanquitas buscando macho en plena avenida Roosevelt?

Ahí estaban. Muy blancas las dos. Modernas vestidas. Atractivas.

-Hey honey. What’s going on? –Me dijo Blondy. La otra era Brunet.

-Hello Girls… -Las abordé con pavoneo de macho.

En segundos llegamos a un acuerdo para hacer un trío en un apartamento que me señalaban en una esquina a 30 metros.

-Deal!

Y las ‘nenas’ me dijeron “Wait a minute, you have some money?”

Llegamos a un acuerdo decente: $35.

¿Las dos?

Sí, las dos.

Por pocos pasos me dejaron apretarlas por la cintura hasta que...

Recuerdo que oí un griterío.

Eran voces de hombres gritando. Sentí cómo me apretaron los brazos. Me tiraron contra una van blanca. Traté de deshacerme con los brazos pero sentí otros brazos apretando el cuello. Enseguida permití que me llevaran los brazos atrás y me pusieran las esposas.

Las prostitutas eran agentes encubiertas.

Me llevaron a la esquina a treinta metros como me habían prometido Blondy y Brunet, solo que a un furgón de la policía de Nueva York (NYPD). Al parecer esa noche estaban haciendo una redada de vagabundos idiotas, como yo. Éramos una docena.

Yo traté de explicarles a los policías que debía recoger en un par de horas a mi futura esposa en el JFK. Se reían todos, policías y arrestados. Ante la humillación a la que yo mismo me había lanzado les pedí que por lo menos me aflojaran un poco las esposas, el acero me cortaba las muñecas, tratamiento especial a los que resisten el arresto.

En el camino a la cárcel policial tuve mucho en qué pensar. Nueva York se veía muy viva. Ella tuvo un ángel protector, un padre que la adoptó con nobleza. Lloró mucho cuando le conté la verdad.

Entonces me mostró la dimensión del perdón, pero solo años después vine a comprender la lección. Y apenas ahora veo, aquella otra: Haz cualquier cosa hijueputa. Pero no hagas daño.


NC
Nueva York, 2001
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