A Homero

Se colgó el abrigo.

En Nueva York llovía y era viernes.

-¿Café?

Ninth Street Espresso hace que la esquina de La 10 y B huela toda a café. Habían quedado de volver a verse después de veinte y algo años de despedirse un día. Ya él rondaba los sesenta y siete y ella había perdido la cuenta. Alborotado, el hombre buscó una piedra de cuarzo que ella le regalara en la época aquella en que se casaban con Buda hoy y mañana con Cristo y pasado con Krishna y entonces con La Tierra y las plantas, hasta entender con los años de experiencia s que idolatrar a los maestros era condenarse al fanatismo.

Ya no le sorprendía la forma en que la ciudad se devoraba a la gente. Ya no le sorprendía nada, excepto la forma en que su corazón quería salirse en ese momento, en aquella esquina, ante aquel latte.

Ya había llegado la hora y sabía que en cualquier momento ella aparecería. Se la imaginaba con sus vestidos largos, con su cabello suelto y largo, a lo mejor con el cabello blanco. A lo mejor sonriente.

-Te dije que me tengo que ir.

-¿Estás loco? ¿Qué te pasa?

-No es fácil explicar. Recuerdas la historia de Ulises y Penélope.  Sé Penélope.

-¡Vete al diablo!

Era difícil de explicar. La estabilidad económica, social, familiar, religiosa, todas las estabilidades hacían sentido social. La idea de un hombre que se marcha en busca de la aventura de estar vivo había quedado relegada a los libros de historias fantásticas.

Y sin embargo se marchó. Aterrado de una suerte incierta se marchó. Se fue con la furia de Poseidón y Caribdes… Pasó entre sirenas y Calipso, cómo no… Y el tiempo fue pasando, y el ego y sus Cirses les distanciaron en el tiempo…

Corazón clavado en la puerta del café.

Le avanzó un mozuelo directo a su mesa. Le saludó con reverencia y un sobre le entregó, y partió. Del sobre una fina hoja, en la hoja un arco dibujado en dorado. Una hora y un lugar.

NC
New York, junio de 2013

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