Mi primer perro fue perra. Se llamaba Cuky, o Cuqui o Cuki. Vivíamos en Suba, en una casa inmensa que había comprado mi papá –tras mucho esfuerzo de mi vieja- a precio regalado.
Entonces Suba era una especie de pueblo campesino anexo a Bogotá. Con calles de tierra, vacas en las calles, potreros inmensos donde jugábamos los niños por horas y horas y hasta el anochecer.
En Suba, primero habíamos estado viviendo en una especie de pieza los cuatro, no sé por cuánto tiempo, mamá, papá, Patricia y yo. Luego pasamos a alquilar un primer piso, con patio. La pasábamos bien. Yo me quedaba solo y me ponía a escuchar a todo volumen los discos de 45 revoluciones de mi papá en una grabadora-tocadiscos, roja, en la que hasta casete se podía tocar. Así aprendí a cantar a voz en pecho las canciones de José Alfredo Jiménez, tal vez los primeros long plays que conocí.
En las tardes nos íbamos Patricia y yo a callejear y nos metíamos en la que sabíamos era la casa nueva.
Estaba abandonada. Con latas en la fachada, y tablones de madera ensamblados con puntillas en los huecos de las puertas para que no se metiera nadie. Nosotros nos metíamos. Explorábamos la vieja estufa de carbón. El polvo de años, las arañas barrigonas de colores…
Un día por fin, después de tanta espera, nos mudamos a esa casa. Tenia dos secciones, como dos casas en una, separadas por un patio grande. Tenía dos entradas. Una apenas la usamos un tiempo y luego quedó clausurada. Venía por un corredor largo que tenía esa puerta de acceso. Por esa puerta llegó un día mi mamá con la perra Cuky en los brazos.
Yo me asusté. Tendría como 7 años. Tuve una reacción como de emoción, pero acostumbrado a no expresar felicidad le di la espalda y salí corriendo.
Tenía demasiada rabia encima que desquité con Cuky en sus primeros años. Pobre perrita. Pobre ser. Solo cuando tenía como 14 años me di cuenta que era un salvaje y que la maltrataba.
Tantos años de rechazo y le empecé a pedir perdón.
Esa Cuky era una callejera indomable que era más conocida que yo en Suba. Era la única que le metía lío a los perros salvajes de la calle. Recuerdo uno en especial, “Gamín” temido por la gente y ni que se diga por sus hermanos canes, que picaban lloriqueando cuando Gamín se les lanzaba de improviso apareciendo por algún recoveco con sus ladridos que tronaban.
Con Cuky no. Cuky ya le había hecho sentir sus dientes a Gamín y el perro delincuente, que tampoco le corría, lucía serio y tieso a su paso.
Cuky, por su lado, caminaba gallarda, como coqueta, esa no olía el piso buscando comida. Era marrón. Era gozque, criolla, sin casta ni pedigrí. “Chandoza” le decían. Y ella mostraba sus dientes.
A mi papá lo salvo un par de veces cuando, borracho, cazaba peleas en la calle, llegando a la casa. Y Cuky alerta, ya sabía que mi papá venía a calles de distancia, y aunque el viejo no era santo de su devoción, ni yo tampoco, se lanzaba desde el segundo piso y se metía a morder y a espantar a los rivales de turno. Y mi papá entraba orgulloso de su perra, abrazándola por un rato ínfimo. Después la volvía a patear y Cuky ya sabía y se iba gruñendo.
Pero Cuky nos protegía a todos por mi mamá. Mi mamá era su protectora, su amiga, la única que estaba pendiente de ella. Con todo y que Cuky varias veces causó destrozos.
Alguna vez unos tipos parquearon un camión frente a la casa para robarse un material de construcción que mi papá había abandonado en el segundo piso porque lo dejó en obra negra por años y años sin terminarlo. Pues los tipos ya habrían visto, y un día trajeron su camión, se treparon, y empezaron a robar, pese a los gritos despavoridos de mi mamá.
“Vieja loca”, le habrán dicho a mamá. Y orondos robando, hasta que apareció Cuky. Cuenta mi mamá que les tiró a los brazos, a las piernas. Que, claro, también recibió palazos y sufrió mucho maltrato. Pero los tipos prefirieron saltar a su camión y dar la voz de corre, a seguirle robando los inútiles materiales a mi papá.
Cuando fui creciendo me pasaba horas con Cuky en mi regazo. Al principio era muy desconfiada. Ese era el mismo niño que la había maltratado tanto. Después le hacía casas de madera, y ella me acompañaba a construirlas. Yo empezaba por cortar las tablas y ensamblar el piso. Y ella ya se acostaba ahí estorbándome feliz y yo tratando de poner las paredes.
No me acuerdo cuántas casas le hice. Pero si de su placer por ellas.
Un día todo se derrumbó en ese Suba. Hasta la casa la perdimos. Nos mudábamos a la ciudad. Pero la vieja decidió “poner a dormir” a Cuky, que tenía ya como doce años.
Yo me opuse. Pero no era quien. Me faltó tiempo para pedirle más perdón por mis atropellos de niño. Solo un día llegué a la casa y no salió a saludar. Había un montecito de tierra afuera en el prado. Allá había quedado Cuky.
Me acuerdo de ella porque ahora tú tienes tu primer perro, Scooby. Un hermoso animal lleno de cariño. Fue un placer acompañarte a armar la casa de tu perro. Me acordé de todo esto.
Observé cómo el amor se prodiga por igual para todos los seres, y que no tiene lapsos, ni plazos.
Cuando Scooby tenga 12, tú tendrás veintitrés. Tu eres un ser de amor. Scooby tiene ya besos y juego.
Con cada ser nuevo, con cada nueva generación, el universo evoluciona. Los de atrás venimos aprendiendo, puliendo, mejorando y pasando la voz. Da fe verte con tu perro jugando descalzo en el río.
Sonrío, respiro y te agradezco magno universo.
Bronx y tú en Medallo
Julio de 2009
1 comment:
Que lindo cuento me acordaste de Topi mi primer perrito, que tambien era una perra, alguien la enveneno y se murio.
Ahora en mi trabajo me tengo que encargar de todo lo relacionado con Chispita, ella es la perrita de la "casita" y me ha hecho experimentar un amor bien lindo que me parece solo generan los animales.
Bueno muy linda tu historia y tu hijo un muneco.
Claudia
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