Tamshiyacu (En quechua Tamshi: Soga. Yacu: Agua)

Gracias a Dante, a Cristian, mil besos a Edith, mi pequeña artesana, mucha felicidad para mis niños en la calle Bolívar de Tamshiyacu.

Por Néstor Cristancho

Después de casi hora y media caminando por la selva amazónica, un paso en falso me hizo ir de bruces en un lodazal camino a Tamshiyacu.

Entre las risas de Dante y Cristian, me repuse y celebré la novatada embarradas las rodillas. Fue esa misma mañana que la idea se me vino a la cabeza.

Los artesanos de Tamshiyacu nos habían visitado un par de días atrás en el Refugio Altiplano.

Son dos horas de camino que estos artesanos recorren domingos y miércoles con la esperanza de que los visitantes al ‘Refugio’ les compren, al menos cinco soles.

También vienen artesanos de Santa Elena, otras dos horas selva arriba.

Pero por la gallardía de Dante y la felicidad que desborda los 11 años de Cristian, decidí caminar y visitarlos en su pueblo.

Al primero que le dije fue a Jorge, chamán amigo. Sonrió con esa mueca sabia y asintiendo con la cabeza. Me dijo “anda a eso, anda a ver”. Inmediatamente se metió entre los artesanos y llamó a Dante: “Dale posada. Muéstrale el camino de los artesanos, y que vea la noche en Tamshiyacu”.

-Mañana te recojo a las diez- Me anunció y se fue riendo.

En el camino conocí árboles cuyos frutos son como mantequilla por dentro, una especie de aguacate que ellos llaman huamani. Conocí varios tipos de semillas muy apropiadas para el trabajo artesanal (el wingo, chambira, palo de rosa), tomé miel de un panal natural que estaba rodeado de una nube de abejas.

-Sin miedo. No hacen daño. –dijo Dante en referencia a las inquietas abejas y Cristian se carcajeaba.

Con Dante y Cristian conocí eso que había leído en viejas historias sobre el maestro y el aprendiz. Cristian se levanta muy a las seis de la mañana, y ya con la sonrisa dispuesta cae en casa de Dante. Lo sigue, lo observa y aprende. Así como pintan casas, así elaboran y tallan. La tradición permanece, la sabiduría se entrega y se recibe.

Dante tiene dos niños de 4 y 6 años y su esposa es Emili. Su casa está en la avenida Bolívar. Las viviendas de los pobladores fueron construidas con esfuerzo. Se nota en sus estructuras y en la humildad de los materiales usados. Sin embargo a mi se me atiende con honores. Habitación propia y cama limpia.

Para limpiar el sudor y barro del camino, lo primero que hacemos es ir a nadar a Pincho Seco, una quebrada muy frecuentada. Allá nos encontramos al alcalde local y a algún compadre de Dante que asa a fuego de madera unos peces y cocina pan de árbol. El pan de árbol es un fruto que se cocina en agua hirviendo como si fuera haba. Se pela y la ternura del manjar lo asemeja a pan de harina.

Y mientras nadamos una tropa de adolescentes limpia la rivera y pescan camarones para el ceviche que será parte de las viandas que se brindarán en la fiesta de San Juan Bautista, el 24 de junio.

En Tamshiyacu no hay energía eléctrica entre las doce del día y las seis de la tarde. Eso garantiza que el pueblo tenga vida en la noche, se encienden los equipos a alto volumen, se sale a la calle, se conversa. Las mujeres parecen danzar más que caminar. Siempre responden a un saludo con una sonrisa coqueta. A los niños no los mandan a la cama a las ocho, al contrario, se les ve corriendo y saltando casi hasta la media noche.

Tamshiyacu tiene unos 10.000 habitantes y está en plena rivera del Amazonas. Hace como tres años les pusieron medidores de agua en el dintel de las casas pero todavía no tienen agua. Ya está en marcha otro millonario proyecto del que esperan que al menos a algunos les garantice el servicio, pues ya se sabe que toda esa plata se la roban las honorables autoridades.

Eso ha hecho que en las mañanas de Tamshiyacu sea muy tradicional escuchar el grito de los aguateros: “Aguuuuaaaaaa”. Ellos han re-ensamblado sus bicicletas para convertirlas en transporte de cubetones de agua. Cuando no hay para pagar al aguatero, Dante sale él mismo a llenar sus baldes al Amazonas o a las quebradas vecinas.

En este pueblo todos son parientes, han estado relacionados de alguna forma o se conocen de toda la vida. Por eso se saludan “primo”, “tío”, “sobrino”, “compadre”, etc. Así que como Dante se dio a la tarea de presentarme familia esa noche, se hizo tarde visitando de casa en casa…

Comimos tamal de bocachico, lidiamos el compadre borracho, visitamos a la artesana que yo más quiero, Edith, una adolescente cálida que me abraza como si me conociera de años.

Y así nos tomamos la noche a charlas, historias y a esencia de un pueblo amazónico con todo y que se le nota sometido al despilfarro administrativo del Perú.

Eso sí, los australianos y los estadounidenses que viven en el pueblo tienen sus buenas casas, con todos los servicios e, incluso, con capacidad de cómodo y costoso hospedaje para turistas despistados.

-¿Por qué nosotros no podemos hacer eso? –Se pregunta Dante.

Dante sueña con construir una casa. Esta en que me aloja pertenece a su madre, que está por Iquitos haciéndose exámenes médicos para sacarse unos cálculos renales. En el hospital de Tamshiyacu no la atienden porque los seguros de salud que hay en el pueblo no cubren gastos locales. Ni ellos entienden. Solo pagan o se van a otros pueblos cuando hay urgencia.

-Aunque hemos cometido muchos errores seguimos soñando con algo mejor –dice Dante, y luego me lleva a visitar la escuela de carpinteros. Mientras tanto nos espantan unos arrogantes “dizque” profesores de secundaria.

-¿No se supone que los profesores debieran ser maestros? Estos ni humildad tienen. –Alega Dante.

Muy a las siete de la mañana ya estamos listos parra visitar el mercado. Mi primera bebida no es café, es te de plátano. Ya empiezo a ver caras conocidas la otra noche. Se nos une Cristian.

Ya han dado las 10:30 a.m. Me rodea una docena de niños liderados por Cristian que está loco aprendiendo fotografía con mi cámara. Y aparece Tedy, capataz del ‘Refugio’; Ricardo, uno de los chamanes, vino con él. Y jorge me anda buscando hace media hora. Cuando estamos todos juntos nos damos abrazos y cervezas.

Se ríen los chamanes y casi corean que para aprender no solo hay que querer, hay que estar vivo.


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